viernes

¡Qué barbaridad!

Hacía años que no entraba por aquí, y eso que le mantengo un cariño especial no tanto por el propio blog sino porque me recuerda cómo comencé en estos mundillos hacia finales del 2004. ¡¡Anda que no ha llovido desde entonces!!

Releo mi último post y casi pongo las manos en la cabeza. Ya no recordaba por qué escribí todo eso. Por qué la primera parte estoy hablando de mi vida y por qué luego salto a un tono más novelero de pacotilla. 

Y entonces recuerdo, aquella idea tan rara de escribir relatos en nuestros blogs siguiendo la línea del anterior que haya escrito. Y leyendo lo que yo escribí, se me ha puesto los pelos de punta. ¡¡Qué barbaridad!!

Si alguien todavía sigue leyendo esto, nada de lo que he escrito en ese relato se parece a la realidad vivida. ¡¡Sólo me faltaría eso!!

Pero el hecho de que algunos blogueros continúen con el relato es lo más bizarro que he visto nunca. Que conste en acta.

Estar consciente

De siempre he tenido el gran placer de disfrutar de la lectura nocturna. Ante todo porque viviendo en una casa llena de ruido, el momento donde todos están durmiendo es el momento donde empiezas a vivir y a disfrutar de tu espacio. Mi hobbie más de una vez fue un quebradero de cabeza para mis padres, cuyas facturas excesivas de luz no siempre eran compensadas por el amor que podían tenerme. Pero yo me mantenía, aunque fuese poniendo velas para poder seguir disfrutando de ese silencio, de mis lecturas, y de la absoluta falta de ruido, donde los sentidos se pueden agudizar, el pensamiento va más rápido y puedes disfrutar de tu propia esencia.

Muchas cosas han pasado desde mi adolescencia, pero hay cosas que espero que nunca cambien. Y otras, son una alegría comprobar que no sólo cambian sino que es para mejor.

Pensaba encontrarte en otros cuerpos, en otras caras, en otros labios y en otros abrazos. Hace ya cuatro años que sólo he perdido tiempo, paciencia y ganas de encontrarte. Cada uno de aquellos abrazos no sólo eran insípidos sino que algunos de ellos eran lo previo a la apuñalada que iba a venir. Labios que no me decían nada, labios que sólo hablaban desde la hipocresía de gente desesperada que para que apaciguara su soledad pretendían hacerme creer que yo valía algo a sus ojos. Miradas sin ningún mensaje, o lo que era peor, un mensaje de desesperación por sus pasados, esperando que acallara sus conciencias. Cuatro años de errores, buscándote en lugares vacíos, gente llena de dolor y con heridas sangrantes, desesperados por mitigar su propia miseria. En realidad, personas llenas de miedos e inseguridades que viven creyendo que el resto de personas están a su servicio, como una ONG.

Todo cambia, y ¡¡menos mal!! Para ello necesitas dar pasos diferentes, retroceder por donde te habías perdido y te estabas encaminando a golpearte y caerte, nada más.

Te he escuchado respirar profundamente. Supe que era el momento. Encendí la luz, la puse de tal manera que no pudiera molestarte. Estiré mi mano hacia el libro de turno. Respiré profundamente, y lo abrí por la página adecuada. Pasaron minutos enteros en silencio, sólo rotos por tu respiración. Me quedo quieta para no despertarte. Te giras y tus brazos me rodean. Un beso entre sueños, una sonrisa y el peso de tu cabeza en mis hombros. Te rodeo con mi brazo, mientras el otro sigue sosteniendo el libro. Ahora tengo que tomar la decisión de seguir abrazándote o pasar página. Y así me quedo, porque no quiero moverme por si te despiertas. De repente, abres los ojos somnolientos. Vuelves a sonreír. Me dices en un murmullo: "Léeme algo". Te miro, tus ojos me responden como si supiesen que lo estoy haciendo. Y ahí está, no es una ilusión, es totalmente real. Eso es lo que yo quería. Algo tan simple, tan sencillo. La paz. La paz de tu mirada. Acerco el libro al brazo que te rodea, paso página y me decido a cumplir tu deseo: "Estar vivo es exclusivamente estar consciente", dice LeClézio.

jueves

Un mundo aparte

Pasan los años pero las costumbres, en vez de perderlas, se arraigan. Por lo menos algunas costumbres.

Nací en una familia llena de ruido, en un edificio lleno de vecinos ruidosos. Seis personas en una casa, cuatro de ellos niños con diferencias de edad no demasiado lejanas, hacen imposible que realmente puedas estar en silencio, o mejor dicho, tus oídos puedan vivir en silencio. De ahí que construí mi fuerte en mi habitación. Un lugar sagrado. La ventaja de ser la única niña es que obtuve una habitación en exclusiva. La única cosa que no era exclusiva mía era el armario, que tenía que compartir con el resto de los habitantes de la casa, pero fuera de eso, ese lugar era un oasis en medio de toda esa vorágine de ruido constante. Si alguien quería entrar, tenía que ser invitado. No recuerdo cuándo se estableció esa norma, pero el tema es que existió desde que tengo memoria. Incluso mis padres consideraban que para entrar, estando yo dentro, era necesario que fuesen invitados.

Mis hermanos mayores me enseñaron a leer bien temprano. Eso me permitió poder disfrutar de tebeos y cuentos mientras ellos jugaban a las carreras, a pelearse, o al fútbito (juego que se hacía en la mesa del comedor con piezas minúsculas de jugadores de fútbol y a las que había que dar un golpe con un dedo para hacerlas moverse hacia el balón). Fue tal mi forma de adentrarme en los libros que hubo una norma establecida por mis padres: debía leer también en el comedor, junto con el resto de la familia, no siempre en la habitación, en mi mundo. Así que aprendí a concentrarme tanto en una lectura que conseguía cerrar mis oídos al ruido exterior. Eso significó años de tormento para mis padres pensando que tenían una hija sorda porque por mucho que la llamaran no levantaba la mirada del libro a no ser que se le acerca alguien a darle unos golpecitos en el brazo para exigir su atención. La concentración era tal que a mis padres, a veces, eso les preocupaba, y en demasiadas ocasiones, les enfadaba.

Mi adolescencia fue llena de silencio, libros y radio. Mi madre se ríe de aquella época, para que dijese algo tenían que obligarme a hablar. Mientras otras niñas deseaban estar todo el día en la calle, yo sólo quería estar todo el día en mi habitación, en mi cama, sin que nadie me molestara: los libros y yo. El momento más perfecto en aquellos años era la noche. Me acostumbré a estudiar de noche porque el silencio era abrumador en todo el piso, es más, en todo el edificio; era indescriptible. Salía de la habitación de puntillas para no despertar a nadie, sin encender luces para que nadie me dijese nada sólo por disfrutar del placer del silencio. En cuanto llegaba la mañana, todo eso desaparecía y así el resto del día hasta la noche, cuando volvían a irse a dormir.

Los veranos eran tiempos magníficos donde disponía de tanto tiempo para leer que aquello me parecía lo mejor que me podía ofrecer la vida. Ya de muy pequeña, mis padres descubrieron que las muñecas ni ninguno de los juguetes típicos para niñas eran algo que me interesaran. Los dejaba allí en el cuarto a la espera de que alguno de mis hermanos los quisieran para "hacer sus experimentos". Así que en mi cumpleaños o Reyes siempre caían libros. Pronto los libros de mis hermanos mayores pasaron a ser míos y todos a buen recaudo en mi mundo particular, mi habitación. Cada verano los releía todos. Colecciones enteras. No había dinero para nada más que para comprar en ocasiones especiales. Mi habitación, mi cama, era el lugar donde más horas pasaba leyendo. Luego llegaron las enciclopedias y la curiosidad me llevó a leerlas como si fuesen libros.

Mi familia sigue recordando todo eso. Dicen que no ha cambiado nada. Sigo teniendo la costumbre de tumbarme en mi cama y ponerme a leer horas enteras donde dejo de existir para el resto del mundo. Y si estoy rodeada de gente, sigo teniendo la "mala costumbre" de no oír a nadie y de ignorar todo lo que pasa a mi alrededor.

Es mi mundo, mi mundo aparte. Complicado de entender si no te gusta la lectura. Complicado para convivir si no entienden la necesidad de tu espacio, espacio para respirar.